Por Iván Alonso Cuevas
El adjetivo “dogmático” se emplea frecuente mente para referirse a una persona que se niega resueltamente a cambiar una creencia que para otros es obviamente errónea, una persona que se cierra a los razonamientos y que no puede cambiar de opinión. Para mucha gente, desde este enfoque, los luchadores sociales, particularmente los comunistas, son general mente dogmáticos. Aunque esta definición parece tener algo de cierta, es difícil, partiendo de ella, distinguir una convicción bien justificada de una actitud dogmática. Sin embargo, esta definición arroja una característica real del dogmático: no se equivoca.
Desde el marxismo leninismo se considera dogmático a aquel cuyo pensamiento se rige por absolutos. Las corrientes filosóficas que suponen una realidad extra terrenal, objetiva, invariable y perfecta, llevan al dogmatismo. La gente educada en estas tradiciones tenderá a pensar que hay verdades incontrovertibles.
Por otro lado, dado que nuestra mente se rige por creencias a las que se aferra para tener cierta seguridad sobre el mundo, es verdaderamente difícil tener una actitud totalmente libre del dogmatismo: todos somos en cierta medida dogmáticos; todos mantenemos creencias que no ponemos en duda. Sin embargo, el materialismo dialéctico ayuda bastante a estar alerta sobre la propia actitud. Conocer los condicionamientos a los que el sistema capitalista nos somete puede ayudarnos a hacer un análisis de nuestra conducta para juzgar qué creencias mantenemos porque nos fueron impuestas (acríticamente) y cuáles podemos realmente justificar. Es cierto que los comunistas somos dogmáticos, pero, en todo caso, somos (o deberíamos ser) las personas menos dogmáticas. Poner nuestros dogmas en tela de juicio requiere de cierto valor; ser dogmáticos es también cuestión de cobardía.
Los orígenes del dogmatismo pueden ser variados, aunque en general, me parece, dependen de los supuestos filosóficos y culturales con los que vivimos: Por ejemplo, el supuesto filosófico de la objetividad de la verdad nos lleva a pensar que hay verdades irrefutables validas en toda circunstancia por toda la eternidad. Los supuestos culturales de las jerarquías necesarias y la familia patriarcal nos llevan a pensar que la autoridad no se equivoca y es protectora.
Actitud crítica es la tendencia a poner en tela de juicio las propias creencias, prejuicios y justificaciones; es lo contrario al dogmatismo pero, igual que es difícil encontrarse una persona absolutamente dogmática, es difícil encontrar a una persona totalmente crítica. He conocido muchos intelectuales que se consideran profundamente críticos, pero su actitud crítica los lleva a la inacción y es precisamente en la acción donde se puede ser realmente críticos: el que no actúa, y por ende no se equivoca, tenderá a considerarse infalible. Su supuesta actitud crítica viene del miedo a equivocarse; de su dogmatismo inconsciente.
Estos intelectuales dignos de lástima, sin embargo, suelen ser hábiles en el discurso y a veces nos meten en aprietos. Una de nuestras debilidades frente a ellos es quizá que, si bien mantenemos una actitud crítica hacia el sistema, no lo hacemos hacia nosotros mismos y hacia nuestra propia organización.
A continuación, a modo de intento de detonar la reflexión, presentaré algunos posibles dogmas en los que, creo, a veces caemos los socialistas (no precisamente, o sólo, los de nuestra organización). Como todo buen dogma, tienen la característica de que no los sometemos a crítica y los damos por hecho con naturalidad. Es más, creo que casi nadie aceptará que cae en alguno de ellos sin una honesta y profunda autocrítica. Y, por supuesto, también es posible que me engañe y estas actitudes en realidad no sean dogmáticas.
El dogma del gran líder
Los comunistas insistimos constantemente en que el enaltecimiento de grandes héroes pastores de pueblos como si ellos hicieran solos los cambios revolucionarios es un asunto de ideología burguesa. Sin embargo, a veces rendimos culto a la personalidad de nuestros dirigentes como si se fueran a convertir un día en grandes próceres. A veces aceptamos que nosotros mismos nos equivocamos, pero no podemos aceptar que ellos se equivoquen. Les damos un trato diferente al que tenemos con los demás camaradas y nos referimos a ellos o a nosotros mismos como a revolucionarios, como si ya estuviéramos guiando la revolución en nuestro país o haciendo grandes aportaciones teóricas a la lucha. Cualquiera que mire esta actitud desde afuera coincidirá en que tenemos una autoestima bastante elevada, pero ese trato entre nosotros lo consideramos normal.
Hace falta señalar aquí que el respeto y admiración que sentimos por los héroes revolucionarios que encarnan ideales fundamentales de la lucha o el respeto y admiración que sentimos por nuestros camaradas que han entregado largos años de su vida a la lucha por el socialismo son cosas muy buenas. Esto no me parece dogmatismo. Lo que sí podría serlo sería el hecho de que nos identifiquemos más con esos grandes líderes que con nuestra clase, más con el Sup que con los compas BAZ, que soñemos con llevar a cabo los grandes hechos de Fidel, del Che, pero nos repugne pensar en hacer por un día el trabajo de un digno proletario; que cuando pensamos en nuestro futuro en la lucha nos veamos dirigiendo y no sosteniendo desde la base a nuestro partido. Nuestro deseo de figurar tiene de fondo, entre otros dogmas, el de que el líder es lo mejor del grupo. Este dogma, de claro origen patriarcal, se nota en quienes muestran mejores actitudes al mandar que al hacer trabajo de base, y en quienes aceptan que esto es natural.
El dogma de la inmaculada dirección
En muchas organizaciones se cree que la dirección es intocable. El mayor escándalo se puede suscitar si alguien hoza sugerir que la dirección no funciona y que se debe cambiar. Este dogma, tal vez producto de nuestra predisposición a someternos a la autoridad, está relacionado con el anterior; es como su contraparte. Nuestra seguridad, el éxito en nuestros objetivos, parece depender de que las personas que están allá arriba sean infalibles. Esto, por supuesto, es falso, pero estamos cómodos sintiéndonos bien dirigidos. El participante en este dogma suele pensar que el trabajo que el dirigente en turno realiza nadie más lo podría hacer.
El dogma de la informalidad
Este dogma, tal vez producto de nuestra idiosincrasia proclive a la corrupción, consiste en pensar, inconscientemente, que las cosas improvisadas son mejores y que no es realmente necesario cumplir con los acuerdos o respetar el estatuto. Lo interesante de este dogma es que quienes participan de él suelen tildar a los que se oponen de dogmáticos. Esta sociedad nos educa para la doble moral, para decir una cosa y hacer otra; En México vivimos un dogmatismo de la doble moral, del doble discurso. Inconscientemente asumimos que no está bien ser congruentes y quienes hocen hacer un esfuerzo por ser disciplinados a pesar del estado imperante, antes de reconocimiento se ganarán los motes de ortodoxos, troskos, dogmáticos, moralistas, etc. “las reglas son para romperse”, “no vamos a hacer eso sólo porque está en el estatuto, mecánicamente”. Se confunde el mecanicismo, la actitud dogmática, con el deseo de respetar los pactos. Quienes participan de este dogma confunden su hacer lo que les da la gana con ser dialécticos. Por otro lado, cuando saltarse las reglas tiene que ver con un objetivo de la lucha, sí es dogmático no saltárselas; en este caso se padece el dogma de la autoridad absoluta de la ley, sin considerar las condiciones objetivas o si esta ley fue instaurada por los intereses de la clase dominante; pero este criterio se aplica muy poco a los acuerdos que son producto de un consenso reflexivo y democrático, pues, por lo general, las organizaciones revolucionarias, cuando una regla o precepto ya no funciona, lo cambian, no lo ignoran simplemente.
El dogma de la crítica=agresión
Como no podemos quitarnos de la cabeza que una crítica siempre es un ataque y siempre implica querer pleito con aquel al que criticamos, solemos comenzar nuestras críticas con frases como: “Una crítica fraterna”, “una crítica constructiva”, “¿te puedo hacer una observación en buena onda?”, etc., pero las críticas destructivas son generalmente las que no se hacen de frente. Asumimos inconsciente mente que las críticas son malas o para dañar y, aunque en una organización leninista son el principal motor de desarrollo, preferimos no hacerlas. Por otro lado, creamos una especie de pacto no escrito en el que si tú no me criticas a mí, yo no te critico tampoco. A veces a los compañeros que son muy críticos se les critica mucho, “para que se les quite”, “para que vean lo que se siente”, “para que vean que no está fácil”. En realidad ocurre que inconscientemente se asume que se están saliendo del pacto y que hay que mostrarles lo incómodo que es estar fuera de él, pero para esos compañeros, si son dialécticos y no vulgares criticones, el que sus camaradas le hagan críticas es una muestra de respeto intelectual.
El dogma de la cantidad por la cantidad
Participan de este dogma principalmente los socialdemócratas. Suponen que la principal fuerza de una organización es su número y harán lo imposible por ser o que parezca que son muchos: acarreos, intentos de unidad entre grupos con líneas antagónicas, reclutamientos en masa de gente que no tiene un interés real de militar, etc. Es cierto que la cantidad es importante, pero sólo sirve cuando se logra como producto de un cambio de cualidad. (ver #Yo soy 132)
La personalidad dialéctica se somete a la crítica con gusto y no minimiza los problemas y errores. El dialéctico es optimista, cada fracaso y cada crítica es una nueva oportunidad. El antidialéctico (dogmático) es inseguro y odia equivocarse; prefiere crear en torno de sí mismo una atmósfera de superioridad, un caparazón de autoridad; pero el materialista dialéctico, entre otras cosas, se caga en la autoridad ficticia y en la impuesta por la fuerza.
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